JESÚS, EL AGUA DE LA VIDA
El que camina por el desierto, sabe que el agua es la imagen de la vida, de la frescura y de la regeneración. Cuando nos lavamos con agua, no nos quitamos solamente la suciedad exterior, por el contrario, intentamos quitar de nosotros todo lo que enturbia y oscurece la imagen primigenia de nuestro ser. El agua simboliza la fecundidad espiritual. El manantial, con su agua viva, es símbolo de la energía espiritual y anímica inagotable.
Leemos en familia este hermoso salmo. Lo comentamos.
Salmo 42
Como la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios.
Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿Cuándo iré a contemplar
el rostro de Dios? Las lágrimas son mi único pan de día y de noche, mientras me preguntan sin cesar:
“¿Dónde está tu Dios?”.
Al recordar el pasado, me dejo llevar por la nostalgia: ¡cómo iba en medio de la multitud y la guiaba hacia la Casa de Dios, entre cantos de alegría y alabanza, en el júbilo de la fiesta!
¿Por qué te deprimes, alma mía?
¿Por qué te inquietas?
Espera en Dios, y yo volveré a darle gracias, a él, que es mi salvador y mi Dios.
De día, el Señor me dará su gracia;
y de noche, cantaré mi alabanza al Dios de mi vida. Diré a mi Dios:
“Mi Roca, ¿por qué me has olvidado?
¿Por qué tendré que estar triste,
oprimido por mi enemigo?”.
Mis huesos se quebrantan por la burla de mis adversarios; mientras me preguntan sin cesar:
“¿Dónde está tu Dios?”.
¿Por qué te deprimes, alma mía?
¿Por qué te inquietas?
Espera en Dios, y yo volveré a darle gracias, a él, que es mi salvador y mi Dios.
En la experiencia de todo cristiano existen momentos en donde la aridez de lo que vivimos nos hace pedir a gritos algo distinto. Es la misma experiencia del que en el desierto anhela un oasis.
Jesús se nos propone, se nos ofrece, el que esté agobiado venga y yo le daré descanso.
Leemos la Buena Nueva que Jesús nos ofrece…
(San Juan 4, 3-15)
Jesús llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía.
Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: «Dame de beber». Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos. La samaritana le respondió: «¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy
samaritana?». Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos. Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva».
«Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió , lo mismo que sus hijos y sus animales?». Jesús le respondió: «El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna». «Señor, le dijo la mujer, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla».
¿QUÉ PODEMOS COMENTAR SOBRE LO LEÍDO?
El agua que Jesús nos ofrece de beber es el agua de la vida, vida nueva en el Espíritu, de modo que al convertirse a él, nadie volverá a sentirse mal.
El agua que nos ofrece, no es como el agua de este mundo, la vida que nos propone, no es como la vida de este mundo.
Quién a Jesús se convierte cambia su mirada sobre las cosas y sobre la vida, entiende que lo temporal, o sea lo de aquí y ahora, deja de tener importancia porque caduca, expira, se echa a perder. En cambio la Buena Nueva que nos propone vivir pone sus ojos en la eternidad, en lo trascendente, en lo verdaderamente importante.
Adherir a Jesús es adherir a un nuevo proyecto de vida, proyecto que no se funda en las cosas materiales sino en las cosas del espíritu.
TERMINAMOS REZANDO JUNTOS UN PADRENUESTRO.