miércoles, 23 de junio de 2010


He perdido la fe

(fuente catholic.net)

«Recuerdo -me contaba en confianza un antiguo compañero mío- aquellas devociones de mi niñez y mi primera adolescencia, y la verdad es que siento haber perdido la fe. Pero así ha sido.

Cuando mi pensamiento vuelve, con nostalgia, a aquellos recuerdos, aún adivino que había en ellos algo grande y valioso. Me sentía a gusto entonces, en esa inocencia, pero ahora pienso que todo aquello era demasiado místico, que la realidad no es así.

Mi afición a la filosofía y aquellas ávidas lecturas de juventud deshicieron enseguida, como un terrón de azúcar en el café, aquel clima religioso de la niñez. La imprecisión y vaguedad de mi fe infantil se convirtió con los años en una demoledora duda intelectual. Yo quisiera creer, pero ahora no me parece serio creer. La razón me lo estorba.»

En muchas ocasiones, como sucede en esta, una persona avanza con los años en su preparación profesional, en su formación cultural, en su madurez afectiva e intelectual..., pero, sin embargo, su conocimiento de la fe se queda estancado en unos conceptos elementales aprendidos en la niñez.

Y a ese desfase hay que añadir, en algunos casos, el triste hecho de que esa formación religiosa quizá fue impartida por personas de conducta poco coherente.

Cuando todo esto sucede, la fe va dejando de informar la vida, y se va rechazando poco a poco, de una manera insensible. Y esas personas acaban por decir que Dios no les interesa, que no tiene sitio en su vida, o que para ellos es poco importante.

Este proceso, lamentablemente corriente, demuestra la fragilidad de la fe en personas que se educaron asumiendo unas simples prácticas religiosas sin preocuparse por alcanzar un conocimiento real y profundo de la fe. La vida espiritual no puede reducirse a una actividad sentimental ajena a lo racional.

El creyente debe buscar en su vida espiritual una fuente de luz que facilite una vida intelectual rigurosa.


¿Y cuando aparecen las dudas?

Es natural que a veces se presenten dudas. Pero eso no es perder la fe, pues se puede conservar la fe mientras se profundiza en la resolución de esas dudas. Es más, en muchos casos la duda abre la puerta a la reflexión y a la profundización, para así alcanzar una fe más madura: en ese sentido puede incluso resultar positiva.

Es preciso buscar respuesta a las dudas, a esas aparentes contradicciones, aunque no siempre se llegue a comprender todo enseguida. Así lo explicaba Joseph Ratzinger: La fe no elimina las preguntas; es más, un creyente que no se hiciera preguntas acabaría encorsetándose.

Por otra parte, aunque sea cierto que el creyente puede sentirse amenazado por la duda, hay que recordar que tampoco el no creyente vive en una existencia cerrada a la duda. Incluso aquel que se comporte como un ateo total, que ha logrado acallar casi por completo la llamada de lo sobrenatural, siempre sentirá la misteriosa inseguridad de si su ateísmo será un engaño.

El creyente puede sentirse amenazado por la incredulidad, pero quien pretenda eludir esa incertidumbre de la fe, caerá en la incertidumbre de la incredulidad, que no puede negar de manera definitiva que la fe sea verdadera. Al ateo y al agnóstico siempre les acuciará la duda de si la fe no será real. Nadie puede sustraerse a ese dilema humano. Sólo al rechazar la fe se da uno cuenta de que es irrechazable.

«Es inevitable -ha escrito Rosario Bofill- que a veces tengamos que caminar entre nieblas.

En cierta manera, la fe es la capacidad de soportar la duda.

Y de vez en cuando, una persona, una reflexión, o una lectura nos hacen atisbar un poco de ese misterio por el que uno ha optado. Cada creyente sabe que alguna vez ha tenido evidencias de la existencia de Dios, pequeñas pruebas que quizá vistas por otro, fuera de su contexto, le harían sonreír displicente...

Y a lo largo de los siglos la mayoría de los hombres han experimentado esa necesidad de Dios. ¿Es esto una prueba de que existe? Pienso que sí, invocado de distinta forma en las distintas religiones y en los distintos siglos.

Si me repugna creer que el mundo está abocado al absurdo, debo creer que más allá de la muerte hay algo, que tendremos otra vida distinta a la de ahora. Hay una razón de justicia que me parece imperiosa: ¿cómo Dios no va a dar a los pobres, a los desheredados, a los que viven en la miseria, a los que sufren tanto en esta vida, su parte de felicidad? Ha de haber algo que restablezca el orden y dé a los que aquí no han tenido nada, la plenitud. Y que los que aquí han amado no vean acabado su amor.

Siento una voz íntima, un grito interior que me hace creer que es imposible un mundo sin Dios, un mundo del absurdo. Porque un mundo sin Dios me parece un absurdo total. ¿A qué esa sed interior, esa angustia, ese deseo de vida del hombre? Ese amasijo de sentimientos, inteligencia, deseos, nostalgia, que somos las mujeres y los hombres, cada uno a su manera, ¿qué sentido tienen perdidos en el cosmos sin un Dios que al fin dé respuesta a tanto deseo, tanto vacío, tanto anhelo?

He tenido que madurar mi educación religiosa de la infancia y la juventud, pero recibí unos principios básicos a los que he sido fiel. Hay gente que cuando se hace adulta rechaza lo que le enseñaron y cómo le educaron. Sin duda al hacerse adulto uno tiene que reflexionar sobre su fe y madurar, pero creo que es una suerte haber vivido rodeada de gente que ha vivido a fondo su fe, y también haberse encontrado con personas críticas, buenos creyentes, que son los que más me han ayudado. La fe es como una herencia que no quisiera echar por la borda y a la que en lo más hondo de mí estoy muy agradecida».

A veces lo que plantea dudas no es la fe, sino la práctica de la fe: lo difícil no es creer, sino vivir lo que se cree. Todo el mundo siente esa tensión en su interior. Todo hombre se siente atraído por extremos diferentes, y experimenta el tirón de lo que sabe que va contra sus convicciones. Pero eso no significa una rotura.

De vez en cuando pueden surgir dudas sobre la propia capacidad de vivir la fe. Se nos puede hacer un poco más cuesta arriba. Es preciso entonces seguir esforzándose por mejorar, con la confianza de que precisamente gracias a esa fe, iremos recibiendo más luz y más fortaleza, profundizaremos más en esa fe y la viviremos mejor. La fe ayuda a vivir esa coherencia de vida, sin que esas tensiones tengan por qué producir frustración o ruptura.

Pero muchos, en esa cuesta arriba, abandonan la práctica religiosa. Suele suceder cuando se ve la práctica religiosa como un fin y no como un medio. Por eso es importante levantar la vista por encima del acontecer diario para atisbar la meta a la que nos dirigimos. Ser buen cristiano puede a veces resultar costoso, pero merece la pena. Además, esos momentos de cuesta arriba siempre brindan al hombre una oportunidad de dar lo mejor de sí mismo. Son la piedra de toque que identifica la calidad del edificio que estamos construyendo con nuestra vida.

“El ser humano -escribe Javier Echevarría- posee una capacidad de infinito que sólo el Infinito, Dios mismo, puede saciar. Hay en nosotros un fondo que nada ni nadie, excepto Dios, logra llenar; y, en consecuencia, existe -incluso en las más grandes amistades y en los más grandes amores- una cierta experiencia de límite, de soledad no superada. En ocasiones, esa experiencia engendra miedo, repliegue sobre sí mismo para conservar un reducto de intimidad en el que nadie entre; en otras, impulsa hacia adelante, a buscar algo más. De este modo se encauza una inquietud del espíritu que sólo en Dios puede encontrar finalmente reposo”.

Vivir sin fe

Parece bastante más fácil no creer que creer. Puede parecer más sencillo, o más cómodo, en el sentido de que quien no cree no se liga a nada. En ese sentido es fácil. Pero vivir sin fe no es tan fácil. La vida sin fe es complicada generalmente, porque el hombre no puede vivir sin puntos de referencia. No tenemos más que recordar la filosofía de Sartre, Camus, o de otros muchos, para comprobarlo enseguida.

La carga que conlleva la falta de fe es mucho más pesada. Tener fe es, en cierta manera, una opción. Elegir entre dos modos de ver la vida. Ambos modos -vivir con fe o sin ella- se presentan como dos posibilidades coherentes. Sin embargo, pienso que la razón y la observación de la naturaleza y del hombre llevan indefectiblemente hacia la fe. De todas formas, al final hay siempre una decisión de la voluntad. Una decisión perfectamente compatible con que después uno pueda sentir a veces el atractivo de la otra opción.

La vida con fe es más esperanzada, más optimista, más alegre.

miércoles, 9 de junio de 2010

JESÚS, LUZ DEL MUNDO


Jesús, la luz del mundo.
La luz corresponde a un anhelo primordial de la persona humana, anhelo de vida y felicidad. Una persona que nos ama es para nosotros un rayo de luz en la vida. La luz es el símbolo para el conocimiento e iluminación. Desde siempre la humanidad desea la iluminación. Sobre todo entre los agnósticos estaba muy extendido este anhelo: "Tiene que haber más de lo que hay. "

San Juan 10, 12
Jesús les dirigió una vez más la palabra, diciendo:
«Yo soy la luz del mundo.
El que me sigue no andará en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la Vida»


Los que conducimos solemos hacernos dependientes de una buena luz que ilumine nuestro camino. Sin ella, es fácil perderse, arremeter contra baches y lomas, sufrir una gran tensión. El camino se hace lento y cansador.
En la vida también es necesario conducirnos con un buen faro piloto. Jesús nos dice, “Yo soy la luz del mundo”

¿Qué momentos de nuestra vida creemos que puede iluminarnos Jesús?

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¿En cuales se hace más necesaria su guía?

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¿De qué manera nos podemos asegurar de que la luz que seguimos es la de Jesús y no la del consumismo o del que dirán?

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Rezamos en familia: SALMO DE MI ESPERANZA.


El Señor es la defensa de mi vida
ante quién temblaré?
Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no temerá;
aunque una guerra estalle contra mí,
no perderé la confianza.
Solamente una cosa pido a Dios,
y por ella suspiro: habitar en la casa del Señor, todos los días de mi vida,
para gozar de la dulzura del Señor,
contemplando al fin su rostro.
El Señor me guardará en su Morada
en la hora del peligro; me pondrá en lo más oculto de su casa, me afirmará
sobre la roca, y al elevarle sacrificios de alabanza cantaré para su nombre.
Ahora escucha, Señor, mi voz que clama, ten piedad, y respóndeme; mi corazón me dice: "Busca su rostro"; tu rostro busco, no me lo ocultes, y no rechaces con cólera a tu siervo, Tú que eres mi auxilio.
Aunque mi padre y mi madre me dejaran, Tú me recibirías, indícame, Señor, tu camino, guíame por senda llana, para que llegue a contemplar tu bondad en la tierra de la vida.


La sal y la luz del mundo
13 "Ustedes son como la sal que se pone en el horno de barro para aumentar su calor. Si la sal pierde esa cualidad, ya no sirve para nada, sino para tirarla afuera y que la gente la pisotee.
14 "Ustedes son como una luz que ilumina a todos. Son como una ciudad construida en la parte más alta de un cerro y que todos pueden ver.15 Nadie enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón. Todo lo contrario: la pone en un lugar alto para que alumbre a todos los que están en la casa.16 De la misma manera, su conducta debe ser como una luz que ilumine y muestre cómo se obedece a Dios. Hagan buenas acciones. Así las verán los demás y alabarán a Dios, el Padre de ustedes que está en el cielo.

Padrenuestro y Señal de la cruz

Directorio para la catequesis 1

  Directorio para la Catequesis. Capítulo 1 Terminamos rezando.